La adicción es una enfermedad compleja que va más allá del consumo de una sustancia. Implica aspectos emocionales, psicológicos, físicos y sociales. Estos pueden ser la culpa o la vergüenza. La culpa es ese sentimiento que nos dice: “He hecho algo malo”, e relaciona con el comportamiento. La vergüenza, en cambio, es más profunda. Dice: “Soy malo”, “Soy un fracaso”, “No valgo nada”. Afecta directamente a la identidad de la persona.
Este ciclo, silencioso y destructivo, no solo alimenta el uso continuo de sustancias, sino que también impide la recuperación e intensifica el aislamiento. Cuando una persona con adicción consume una sustancia, no necesariamente lo hace por placer, sino por necesidad, por dolor o por evasión. Después del consumo viene el bajón, no solo físico, sino emocional. Ahí aparecen estas dos emociones, que son naturales y hasta saludables en ciertas dosis. Pero en el contexto de una adicción, se intensifican, se distorsionan y se vuelven paralizantes.
La persona se siente atrapada: consume para aliviar el dolor, pero luego ese mismo consumo genera más culpa y vergüenza. Así se forma un ciclo que se retroalimenta. En este artículo explicaremos qué es este ciclo, cómo se forma, por qué es tan poderoso y qué pasos se pueden tomar para romperlo.

¿Cómo se inicia este ciclo?
Este ciclo no aparece de la nada. Muchos factores lo alimentan desde la infancia o adolescencia: una crianza basada en la crítica o el castigo emocional; traumas no resueltos, como abusos, abandono o negligencia; problemas de autoestima y necesidad constante de aprobación; estigmatización social del consumo y del fracaso y, por último, falta de herramientas emocionales para manejar el estrés o el dolor. Cuando una persona con estos antecedentes comienza a consumir, muchas veces es una forma de escapar de sentimientos que ya existían. El consumo es una válvula de escape… hasta que se convierte en otra fuente de dolor.
Para entenderlo mejor, imaginemos a Carlos, un hombre de 32 años que comenzó a consumir cocaína de forma recreativa, pero que con el tiempo desarrolló una dependencia. Después de una noche de consumo, Carlos despierta con dolor de cabeza, ansiedad y una sensación de vacío. Recuerda que volvió a prometerle a su madre que dejaría la droga. También recuerda que ese dinero que gastó era para pagar la renta. Entonces empieza el diálogo interno:
«¿Por qué soy así?»
«Nunca voy a cambiar.»
«Le estoy arruinando la vida a mi familia.»
«Soy una basura.»
Ese diálogo interno genera una angustia que a veces es insoportable. Y, en lugar de buscar ayuda o expresar lo que siente, Carlos vuelve a consumir. No porque no sepa que le hace daño, sino porque cree que ya no merece estar bien. Así, la vergüenza lo lleva al consumo, y el consumo lo lleva a más vergüenza.
Diferencia entre culpa y vergüenza: la clave para romper el ciclo
Es muy importante entender la diferencia entre culpa y vergüenza porque solo una de ellas puede ayudarnos a cambiar. La culpa, bien gestionada, puede llevar a la reflexión y a la acción. Por ejemplo: “Cometí un error, pero puedo hacer algo para remediarlo”. Es una emoción que, con apoyo, puede transformarse en motivación. La vergüenza, en cambio, paraliza. Hace que la persona se sienta indigna de amor, de ayuda, de cambio. Y eso es lo más peligroso: hace que la persona pierda la esperanza. Es natural sentir estas emociones y no debemos castigarnos por ello, pero también es importante saber canalizarlas y transformarlas. Así, podremos salir de la enfermedad. Estar rodeados de amigos, familiares y profesionales que nos ayuden a sentirnos bien y a motivarnos es otra clave para recuperar el bienestar y dar el paso a la recuperación.
Además, la sociedad tiene un papel muy importante en cómo se sienten las personas con adicciones. Los medios, la política, la cultura popular… todos han contribuido a una narrativa que presenta a las personas con adicciones como débiles, peligrosas, fracasadas o malas. En lugar de ver la adicción como una enfermedad, se ve como una “falla moral”. Cuando una persona se siente juzgada y rechazada, es mucho más difícil que busque ayuda. Hay que escuchar sin juzgar, no usar etiquetas como “adict@”, “vicioso” o “problemático”, valorar los pequeños logros (aunque sean solo 24 horas limpio), ser paciente y comprensivo.
Romper el ciclo: ¿es posible?
Sí, es posible. Pero requiere tiempo, apoyo y sobre todo, compasión. Hay que recordar que la adicción no define a la persona. La persona con adicción no es “un adicto” como identidad. Es una persona que tiene una enfermedad. Humanizar esta realidad es el primer paso para sanar. Expresar emociones como la culpa, la vergüenza, el miedo o el dolor puede ser liberador. Un terapeuta, un grupo de apoyo o incluso un amigo de confianza puede ser ese canal.
Buscar apoyo terapéutico y profesional ayuda a resignificar pensamientos negativos y a construir una nueva relación con uno mismo. Por último, el perdón. Perdonarse a uno mismo no significa justificar todo lo que pasó. Significa aceptar que uno es humano, que está aprendiendo, y que tiene derecho a volver a intentarlo.
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El ciclo de la culpa y la vergüenza es uno de los enemigos más poderosos que enfrentan las personas con adicciones. Es silencioso, persistente y profundamente doloroso. Pero también es un ciclo que se puede romper. Con empatía, comprensión, tratamiento adecuado y un entorno que no castigue, sino que acompañe, es posible sanar no solo el cuerpo, sino también la identidad y el corazón. Nadie merece cargar con la etiqueta de “irrecuperable”. Detrás de cada historia de adicción, hay una persona valiente, que está haciendo lo mejor que puede, cada día, para volver a creer en sí misma.